jueves, 18 de julio de 2013

AL RESCATE DE PARTE DE NUESTRA HISTORIA





AL RESCATE DE PARTE DE NUESTRA HISTORIA

EL DR. JOSE SANTAMARINA , SANS SOUCI y SARAH WILKINSON

La familia Santamarina tiene para Tandil un especial significado a partir que el pater familiae, Ramón Santamarina, formó un hogar e hizo una de las fortunas  más importantes en la zona, legando a su muerte, a sus hijos, no sólo esa fortuna sino la conducta de hombre intachable que dieron a Tandil obras de importancia muy grande, que no es el momento de recordar.
De su primer matrimonio en 1860 con Ángela Alduncin Gaspui tuvo cinco hijos: Elena (fallecida de niña), Ramón, José, Ángela y Josefa María (también fallecida muy niña).
A la muerte de su esposa, en 1866, contrajo nuevo matrimonio, años después,  con Ana Irasusta con quien tuvo trece hijos; todos ellos, al igual que los el primer matrimonio, honraron el apellido del gran patrón de estancias y original humilde carretero.
El patrimonio familiar a la muerte de don Ramón se fragmentó pero la “unión familiar” permitió llevar adelante empresas en común.
Así, el segundo hijo, José, protagonista principal de este capítulo, fue el encargado de administrar las estancias en el Tandil, pese a su condición de abogado, lo que lo llevó a incursionar brevemente en la política, recordándoselo especialmente por presidir la Junta Administradora Municipal, luego de la revolución radical de 1893.
Nacido en Tandil en 1862 y habiendo cursado estudios de abogado-como ya se mencionó-se dedicó a la administración de  las estancias familiares y luego a las de su propiedad heredadas, que totalizaron, en distintos partidos incluido el de Tandil, 27.157 ha.
Luego de dividido el patrimonio, José se casó con la joven-16 años- Sarah Wilkinson-hija del jefe de la estación de ferrocarril y se dedicó a una intensa vida social en Tandil, Buenos Aires y Europa hasta su fallecimiento en Paris en 1916, sin dejar descendencia (en la segunda parte de este capítulo, Pablo Dal Dosso lo enriquece con su aporte sobre Sarah).
Heredero de Los Ángeles, una enorme estancia que a su muerte fue subdividida, poseía además  una fracción próxima a la estancia Bella Vista-donde se encuentra la legendaria carreta de don Ramón-donde levantó una residencia campestre a la que le puso el nombre de Sans Souci, (que podría traducirse como sin preocupación) rememorando seguramente un hotel de la zona de Baden-Baden donde la pareja Santamarina-Wilkinson pasó días de felicidad.
El casco de la estancia fue levantado con el refinado gusto de ambos y con materiales traídos de Europa: desde ornamentos a muebles  y accesorios de decoración.
Nada faltó en las comodidades de la nueva estancia: desde usina propia a calefacción central, ascensor, teléfono y alarma con sirena, todo se armonizó con los suntuosos pisos de maderas importadas, herrajes y mármoles.
Tel vez por influencia de su esposa, la arquitectura tuvo reminiscencias de los cottages ingleses,-como señala Yuyú Guzmán- de gran jerarquía en su aspecto, sus interiores lucían una rica labor artesanal en maderas diversas, destacándose la escalera que llevaba a los pisos superiores, el trabajo del ascensor y los de piedra de la hermosa chimenea.
Todo era refinado y acompañado por una importante y acorde plantación de árboles de diversas especies que, al crecer, le dieron el majestuoso aspecto de un verdadero parque botánico que rodeaba la mansión.
A la muerte de su esposo, Sara se casó con el militar italiano Mauricio Marsengo, de figura aristocrática y exquisito refinamiento, que luego fue Ministro de la Soberana Orden de Malta en Argentina. Ambos hicieron obras de caridad importantes, entre ellas la ayuda a los benedictinos, donando el convento de Santa Escolástica en Punta Chica y colaborando con el Colegio Stella Maris de Mar del Plata.
La nueva vida la fue distanciando de Tandil y de la familia Santamarina, de tal manera que decidió vender San  Souci ya que prefería, por entonces, pasar los días de descanso en Mar del Plata.
La venta fue muy dificultosa hasta que durante la gobernación de Domingo Mercante, en la etapa del peronismo, pasó a manos del Estado, específicamente al Ministerio de Asuntos Agrarios de la Provincia, que dispuso allí crear una Escuela Agraria, que llevó el nombre de Eduardo Olivera.
Finalmente en 1959 pasó al Ministerio de Educación que creó allí el famoso ISER (Instituto Superior de Educación Rural), que dio nombre por décadas al lugar y donde se formaron maestras especializadas en esa área de la educación, habiendo sido un establecimiento pionero en Latinoamérica.
En 1976 fue desafectado a esta importante actividad y Sans Souci comenzó una etapa oscura de decadencia, olvido y depredación, que convirtieron ese magnífico lugar en una lamentable expresión de abandono ruinoso por parte del Estado. Recientemente ha comenzado una lenta tarea de rescate de este valioso patrimonio histórico.
El Dr. José Santamarina dejó su impronta en Tandil en esta estancia y su nombre es recordado por la Plaza que está frente al Hospital, cuyos terrenos fueron por él donados.
                                                                             
SARAH       
Por Pablo Dal Dosso                                                                                                                                                                   

Todavía la recuerdan. Fue en aquel último verano cuando, lejos de su época dorada, iba en su automóvil con chofer. Recorriendo ese mismo camino que alguna vez había imaginado, con la alameda convirtiéndolo en galería. Dejando atrás el bosque, los parques y las fuentes que le daban  un distinguido toque de Viejo Mundo a ese pedacito de Tandil. Era ella, despidiéndose de su pasado y de su pequeño palacio, alguna vez símbolo de su propia historia de amor: Sans Soucí.
Pero, para que ese final de mediados del siglo veinte fuera posible, debió existir primero un comienzo de la historia. Y fue el de aquel inmigrante llamado Ramón Santamarina que  había llegado a Tandil en los inicios de la década del cuarenta del siglo anterior, cuando aún no tenía diecisiete años de edad.
Solo y huérfano, en los límites de la frontera con el indio, en ese Tandil que no era más que un poblado de ranchos que escoltaban las murallas del viejo fuerte, al emprendedor galleguito que sabía leer, escribir, sumar y restar le bastaron dos décadas para pasar de ser ayudante de carretero, pulpero, carnicero y almacenero a propietario, estanciero y uno de los hombres más ricos de la región.
Aquí, en el Tandil donde los transportes en carretas iniciaron su fortuna, el visionario hombre de negocios se casó dos veces. En 1860, con Angela, una vasca tan bella como frágil, con la que tuvo conco hijos y -a la temprana muerte de ella en 1866-; con Ana, sobrina de su primera esposa y veintidós años más joven que él. Tuvieron trece hijos.
Pero fueron, seguramente, los dos mayores, Ramón (1861) y José (1862), los más cercanos a su padre. La diferencia de edad con sus medios hermanos, los estudios de abogacía tempranamente concluidos, y la rápida inserción de ambos en los negocios familiares hicieron que esta relación fuera más estrecha.
Con ellos, don Ramón formó una sociedad insuperable a la hora de comprar y arrendar tierras, adquirir ganado, administrar campos, explotar comercios, y establecer almacenes que dejaron su apellido sembrado por todo el país.
La numerosa familia, los grandes negocios, la incalculable fortuna y la cordialidad del pionero comenzarían a entrecruzarse con una larga lista de relaciones en la que sobresalían los apellidos ilustres.
Los Alvear, Echagüe, Avellaneda, Gastañaga, Saguier, Quintana -entre tantos otros- fueron sumándose a los Santamarina como la ecuación perfecta para el matrimonio ideal.
Eran los finales del siglo XIX y el inicio de las grandes exportaciones a Europa.
Ese fue el período que vivieron Ramón y José, los descendientes que más tierras poseían en Tandil. Era el final de la cruzada heroica en los confines de la frontera con el indio y los tortuosos viajes en galera; que le daba paso al país de los lujosos ferrocarriles ingleses y las estancias europeizantes.
La bonanza del país nacía en el campo, la Argentina encontraba su lugar entre las naciones ricas y los estancieros vieron rápidamente sus beneficios. Al igual que las demás familias protagonistas de ese período, los Santamarina hicieron del dinámico Ferrocarril algo más que un medio de traslado y transporte. Fundaron pueblos, estaciones y sembraron paradas en las tranqueras de las mismas estancias. El tren acercó Buenos Aires al campo y los remates de las cabañas se transformaron en ocasión propicia para grandes comilonas a las que asistían las figuras más influyentes de la época. En más de una ocasión, don Ramón y sus hijos recibieron a ministros, gobernadores y presidentes en sus estancias, donde las reuniones tomaban un tinte social y político en las cuales las mujeres no tenían cabida, convirtiéndose en las grandes ausentes de las fotografías de la época.
Pero con el Ferrocarril también llegó ella, la adolescente llena de gracia, estilo y picardía, hija de un empleado de la empresa de apellido Wilkinson. Se llamaba Sarah y tenía dieciséis años. Así tuvo que haber ocurrido cómo -según cuentan las historias familiares- José conoció a aquella jovencita de renegrido cabello que corría presurosa a levantar la barrera para que pasara el vehículo del estanciero.
Aún soltero, elegante, de mirada clara y sonrisa amable, este hombre ya adulto, más volcado a las finanzas que a la política, influyente vecino de Tandil, se enamoró locamente de esa adolescente con aires de mujer protagonista.
Para la costumbre de la época y la mirada de todos los grandes hombres de negocios, como don Ramón, que procuraban acordar matrimonios donde el poder económico y el político se daban la mano, el padre de Sarah, Jefe de la Estación Tandil, estaba en las antípodas del consuegro ideal.
Rápidamente, cada vez que el nombre de Sarah aparecía en las conversaciones, el ceño del patriarca se fruncía sin poder ocultar su desencanto ante esa relación desigual.
Pero, enamorado, José estaba dispuesto a todo y resolvió el tema a su manera: se casó con Sarah en secreto y le envió una carta a su padre comunicándole la novedad.
Aunque la esquela provocó más disgustos que alegrías, Sarah no tardó en demostrar que podía adaptarse tranquilamente a su numerosa familia política, mientras don Ramón, que tanto se había resistido a esa relación, comenzó a ver de qué manera esta joven de espíritu inquieto y mundano hacía inmensamente feliz a su hijo.
A partir de su casamiento, Sarah y José vivieron su apasionado romance al estilo característico de las familias acaudaladas de las primeras décadas del siglo XX. Sin hijos se dedicaron a desarrollar una activa vida social y alternaban los negocios locales con los viajes a Mar del Plata, centro de veraneo de la nueva elite porteña y de la gente decente; o a Francia, donde transcurrían largos meses en París, en su propia casa situada en la campiña francesa, o en la localidad de Baden-Baden, donde solían alojarse en un elegante hotel llamado “Sans Souci”.
Sobre ese estilo de vida al que tanto se apegaron las enriquecidas familias, Jorge Lanata señala en su libro “Argentinos-Tomo 1”:

París tuvo en la época los salones literarios de Sara Wilkinson de Santamarina, el de Regina Paccini de Alvear, el de Susana Torres de Castex en el Hotel Plaza Athenée y el de María Luisa Dose de Lariviere(...) En 1922, Enrique Anchorena debió vender 50 mil hectáreas en Lobería para continuar sin sobresaltos su vida parisina (...) Lugones, Girondo y Sábato fuero marcados por su estadía francesa. Mujica Lainez pasó su infancia en el barrio de Passy, y Dionisio Schóo Lastra, secretario privado del presidente Roca, escribió en París El Indio del Desierto”.
En ese período y sin discusión, la joven Sarah era considerada “una de las mujeres más bonitas de su generación”, como afirmaría después su contemporáneo Mariano A. de Apellaniz en el libro “Callao 1730 y su época”.
Para estas familias acaudaladas eran los años felices de la belle epóque, donde mujeres como Sarah encontraban en Europa toda la soltura, el desprejuicio y la posibilidad de conocer a personalidades célebres. Algo que se les hacía difícil en la prejuiciosa Buenos Aires, donde las costumbres eran más rígidas y provincianas, limitando el mundo femenino a la organización de eventos para recaudar fondos benéficos o bailes de honor en casas paquetas.
Era en el Viejo Mundo donde Sarah y José disfrutaban de las playas del Mediterráneo y las reuniones sociales. Era allí donde pintores destacados volcaban sobre el lienzo ese retrato de José Santamarina que hoy está en el Museo de Bellas Artes de Tandil.
Era de la París de Cocó Chanel y de sus ambientes festivos de donde, al igual que otras mujeres, Sarah importaba modas y diversiones mundanas.
Y era aquí donde su rico esposo dejaba entrever el gran amor que sentía por ella, incluso en los negocios. Como cuando, en 1910, luego de adquirir varias tierras en La Pampa fundó una estación y un pueblo que aún existe y  al que bautizó, justamente, Sarah.
Pero el símbolo mayor de ese amor fue, sin dudas, la construcción de “Sans Soucí” sobre una de las fracciones de tierra que José había heredado tras la muerte de su hermano mayor en 1909. Desde el nombre elegido para bautizarla, hasta el estilo, los materiales y su frondoso entorno, sintetizaban lo mejor de esa larga luna de miel. Sarah se sentía reflejada en la arquitectura que había elegido; como así también en los muebles, materiales y hasta herrajes, todos importados desde Europa y que ella adoraba.
Los parques y la frondosa arboleda hacia el corazón del palacio eran algo más que un estilo de la época. Era un deseo de don Ramón que José nunca dejó de cumplir: plantar árboles en cada campo de la familia  para algún día poder celebrar la fiesta del árbol sobre la monótona planicie provinciana.
Así, mientras la felicidad anidaba en todos los rincones del palacio, “Sans Soucí” fue convirtiéndose en el refugio tandilense que les recordaba a aquel hotel en el que la pareja transcurría sus épocas de descanso.
En su libro “Las Estancias del Tandil”, Yuyú Guzmán hace esta descriptiva panorámica sobre la refinada edificación:

Quizá por el gusto de la esposa, la arquitectura de la casa principal evoca los típicos cottages ingleses. De gran jerarquía edilicia presenta un volumen alargado de tres niveles con muchos ambientes, cubierto por una gran techumbre de tejas que se modela separadamente sobre los distintos cuerpos del conjunto. Los interiores aparecen vacíos de todo contenido hogareño, pero aferrados a su estructura permanecen los nobles materiales que la componen, así como el trabajo de los numerosos artesanos que deben haber puesto sus manos aquí. Llaman la atención los ricos detalles propios de la época, como el artesanado de los techos, los revestimientos de algunos salones, los pisos de maderas muy trabajados, frisos de mayólicas españolas ó mármoles italianos. La gran escalera que lleva a los pisos superiores, es de cedro y tiene los barandales torneados en espiral, igual que las vigas. Otra sala presenta una gran chimenea tallada en piedra. También es notable la calidad y el trabajo de toda la carpintería, las aberturas internas o externas, destacándose especialmente la cabina del ascensor, una verdadera joya de la artesanía en maderas”.
En la primavera de 1918, con los primeros cañonazos alemanes sobre París, muchos argentinos que, como Sarah y José, realizaban parte de sus vidas allí, se trasladaron hacia las casas de veraneo que otros compatriotas  poseían en las playas de Deauville y Bearritz.
Dice Lanata en “Argentinos-Tomo 1-”:

“Los Alvear llegaron a la playa en compañía de Enrique Larreta, ministro de la embajada argentina. Desanimados por lo extenso de la Primera Guerra Mundial, decidieron volver a casa. Al retornar en 1923, compraron el departamento de un exiliado ruso en la carísima avenida Foch, y retomaron su bucólica actividad parisina: aguas termales de Vicky, viajes por Italia, clases de dibujo, veladas en el salón literario de Ana Ortiz Basualdo”.
Pero, para el matrimonio Santamarina, la historia quedaría trunca antes de la llegada del año veinte. En París, José sintió los efectos de una persistente y agresiva gripe que lo llevó a morir, poco después y luego de mucho sufrimiento, de neumonía.
Los médicos le anunciaron a Sarah que su esposo había sucumbido bajo los efectos de la “peste española”, una pandemia que había llegado con la Primera Guerra y que, en pocos meses, provocó más víctimas que el conflicto bélico. La plaga, que hizo estragos en el mundo entero cobrándose la vida de -al menos- cuarenta millones de personas, había sido  transportada por las tropas de EE.UU.  a los puertos de Francia, para luego trasladarse hacia España e Italia y desaparecer 18 meses después.
Pero el daño ya estaba hecho. Los otoñales y plomizos cielos parisinos bajaron bruscamente el telón sobre la vida de Sarah. La pérdida se hizo sentir en la familia y en la pequeña aldea tandilense donde la noticia voló de labio en labio, casi sin poder creerse.
Y aunque fue un golpe abrumador para la joven esposa, en la soledad Sarah descubrió la fortaleza de su espíritu inquieto. Lentamente fue superando esa depresión que no era parte de su carácter y con el tiempo se casó con el distinguido general italiano Mauricio Marsengo.
Este hombre emprendedor, de porte aristocrático y muy relacionado, se encargó de administrar eficientemente los bienes heredados por Sarah. La tan preciada Sans Soucí cambió su espíritu romántico  por otro mucho más familiar. La casa se llenó de amigos, parientes, aromas de magnolias y risas de niños que llegaban a “recibir el verano” con sus padres.
El tiempo transcurrió hasta que la crisis de los treinta apagó las luces festivas de los años dorados, y aquel estilo que no reparaba en gastos se extinguió como la luz de una vela que desaparece de un soplido. La nueva vida de Sarah y el antieconómico palacio Sans Soucí la fueron alejando cada vez más de la familia Santamarina y ella ya no quería recibir los veranos en Tandil. Ahora prefería pasar sus temporadas en un hermoso chalet de Mar del Plata, la ciudad que le recordaba, con nostalgia, a la Costa Azul.
Y hacia allá iba la última vez que la vieron. Observando en silencio desde su automóvil con chofer. Recorriendo el largo camino formado por la alameda. Dejando atrás su pasado y su historia de amor.